No había mucha gente aquella tarde en Palermo, en la semi del mediano handicap. El grupo de siempre en la tribuna, es decir un puñadito, y el grupo de trabajo de cada equipo en los palenques. Para los que prestaron atención, la escena resultó inolvidable. Toda la escena.
Totti, después del pechazo, tocó la bocha con lo justo. La redondita corrió rumbo a un mimbre y le pasó a centímetros, por el lado de adentro. El italiano gritó el gol del triunfo como si fuese la final del Argentino Abierto. Sus colaboradores, por inercia, también. De todos Luz, entonces su novia, fue la más efusiva: gritos, saltos y revoleo de gorra.
Esa imagen impactaba: toda su rubia anatomía de 170 centímetros desplegada en una euforia electrizante y salvaje. Pura belleza. Hubo quienes siguieron la bocha, otros a Totti, y varios a la mujer y sus curvas. Y hubo, también, dos petiseros que siguieron a Amador. Vieron, entonces, como su rostro de bronca deportiva mutaba por un gesto de codicia. Sí, a veces la codicia se lee en la cara. En ese instante el español, sabiéndose derrotado por su enemigo, empezó a jugar otro partido. Desde lo alto de su caballo, clavó los ojos en aquella mujer, esbozó una pequeña pero insinuante sonrisa, y cerró y abrió su ojo izquierdo con la velocidad de un relámpago.
Luz, astuta y conocedora de todos los manuales del juego de seducción, supo de inmediato de que se trataba. Y, sutil, sonrió apenas, con delicadeza, parte por agradecimiento, parte para abrir la puerta a una historia que ninguno sabe como empezaba ni en que podía terminar.
Hoy Beto, uno de los petiseros que vio esa escena, vive en Holanda como capitán del club más importante de polo en Amsterdam. Nadie sabe cómo consiguió los fondos para comenzar su nueva vida. El Negro, el otro petisero, se mudó del palenque italiano al español por varios miles…
miércoles, 29 de abril de 2009
jueves, 23 de abril de 2009
Polo deshuesado, Capítulo 2
Juan Amador González le dio un beso a Luz, su nueva mujer… Ese detalle aparentemente menor pasó inadvertido para todos los concurrentes al remate, que miraban al español y le levantaban el pulgar en señal de triunfo. Estrella, la yegua, estaba de su lado.
Pero ese beso, simple, fugaz, hasta de compromiso, removió las entrañas de Alessandro Totti, el italiano que se resignó a perder esta batalla de la guerra. “¿Por qué no ofreciste más, Totti?”. Brisa, despampanantemente bella, exageradamente superflua, especialmente codiciosa, resoplaba cierto enojo. Aless podía haber ofertado muchos miles más. Pero no. No quiso. Cierto misterio rondaba en su rostro.
Tal vez esperaba el próximo caballo. Aunque no imaginaba que ese simple beso podía costarle tan caro a su orgullo. El español y el italiano compiten en varias cosas: negocios, polo y mujeres. Compiten en la vida. Es una cuestión de sangre. De genes. De odios. Todo comenzó con una victoria de Totti en una semifinal de un torneo de mediano handicap. Hasta entonces, eran amigos y socios. Pero Amador no soportó ese pechazo yegua contra yegua que lo dejó fuera de la jugada, y el posterior toque corto al gol del italiano, con grito en la cara incluido. Lo confesó en una entrevista dos años después: “Muchas veces sueño con esa jugada. Es mi peor pesadilla”.
Ese día, en el palenque ganador, Luz saltaba y bamboleaba sus grandes pechos mientras festejaba el gol de la victoria.
Pero ese beso, simple, fugaz, hasta de compromiso, removió las entrañas de Alessandro Totti, el italiano que se resignó a perder esta batalla de la guerra. “¿Por qué no ofreciste más, Totti?”. Brisa, despampanantemente bella, exageradamente superflua, especialmente codiciosa, resoplaba cierto enojo. Aless podía haber ofertado muchos miles más. Pero no. No quiso. Cierto misterio rondaba en su rostro.
Tal vez esperaba el próximo caballo. Aunque no imaginaba que ese simple beso podía costarle tan caro a su orgullo. El español y el italiano compiten en varias cosas: negocios, polo y mujeres. Compiten en la vida. Es una cuestión de sangre. De genes. De odios. Todo comenzó con una victoria de Totti en una semifinal de un torneo de mediano handicap. Hasta entonces, eran amigos y socios. Pero Amador no soportó ese pechazo yegua contra yegua que lo dejó fuera de la jugada, y el posterior toque corto al gol del italiano, con grito en la cara incluido. Lo confesó en una entrevista dos años después: “Muchas veces sueño con esa jugada. Es mi peor pesadilla”.
Ese día, en el palenque ganador, Luz saltaba y bamboleaba sus grandes pechos mientras festejaba el gol de la victoria.
sábado, 18 de abril de 2009
Polo deshuesado, capítulo 1.
-¡50.000!
-¡55.000!
-¡60.000!
-¡65.000!
A la sucesión de gritos rabiosos y desaforados le siguió un silencio estruendoso. Algún pájaro osado se animó a piar levemente para quebrar la nada. Fueron unos segundos, no más de diez. Tal vez menos. Hasta que el rematador dejó el estupor que lo conmovía en todo su ser, como a todos, y se animó a seguir con su trabajo. “Señores, han ofrecido 65.000 dólares por Estrella, esta yegua que es hija del Sol y de la Luna, y que…”
-¡100.000!
Esta vez ni aquel valiente pájaro se atrevió a piar. Y el silencio, mucho más atronador, hasta podía tocarse. En una ráfaga de tiempo, había duplicado la oferta inicial por un caballo que todos sabían que no valía tal precio. Buena descendencia, interesante futuro, algunos buenos chukkers jugados en torneos medianos, pero de ninguna manera era un ejemplar valuable en seis cifras. Nunca.
Estaba claro: no era cuestión de dinero. A ninguno le interesaba el dinero. En realidad, a ninguno le interesaba el caballo. A los dos les interesaba lo mismo: la victoria. Todas, absolutamente todas las victorias. En la cancha, en el amor, en la vida… En ese remate. No, corrección. Era más que eso. Era ver derrotado al otro.
“¡100.000 dólares, señores! ¿Alguien puede superar esta fantástica oferta? ¿Escuché 105.000? ¿Alguien dijo 105.000?”.
Nadie dijo 105.000. Una sola persona podía decirlo, pero prefirió esperar el próximo caballo. O la próxima oportunidad que la vida y el polo le dieran para pasar de humillado a humillador. Ese era el juego y lo sabía. Ambos lo sabían. Se trataba de una guerra de muchas batallas. Demasiadas como para pensar en esa Estrella que no brillará en su cielo, ni en su palenque.
“Vendido al señor Juan Amador González en 100.000 dólares”. Amador apenas movió la comisura de sus labios. Sus enormes anteojos negros impedían apreciar el rostro transformado en triunfo. Le dio un suave beso a su nueva mujer, otra batalla ganada de su guerra personal, y escuchó la descripción del próximo caballo: “Ahora presentamos un excelente padrillo…”
-¡55.000!
-¡60.000!
-¡65.000!
A la sucesión de gritos rabiosos y desaforados le siguió un silencio estruendoso. Algún pájaro osado se animó a piar levemente para quebrar la nada. Fueron unos segundos, no más de diez. Tal vez menos. Hasta que el rematador dejó el estupor que lo conmovía en todo su ser, como a todos, y se animó a seguir con su trabajo. “Señores, han ofrecido 65.000 dólares por Estrella, esta yegua que es hija del Sol y de la Luna, y que…”
-¡100.000!
Esta vez ni aquel valiente pájaro se atrevió a piar. Y el silencio, mucho más atronador, hasta podía tocarse. En una ráfaga de tiempo, había duplicado la oferta inicial por un caballo que todos sabían que no valía tal precio. Buena descendencia, interesante futuro, algunos buenos chukkers jugados en torneos medianos, pero de ninguna manera era un ejemplar valuable en seis cifras. Nunca.
Estaba claro: no era cuestión de dinero. A ninguno le interesaba el dinero. En realidad, a ninguno le interesaba el caballo. A los dos les interesaba lo mismo: la victoria. Todas, absolutamente todas las victorias. En la cancha, en el amor, en la vida… En ese remate. No, corrección. Era más que eso. Era ver derrotado al otro.
“¡100.000 dólares, señores! ¿Alguien puede superar esta fantástica oferta? ¿Escuché 105.000? ¿Alguien dijo 105.000?”.
Nadie dijo 105.000. Una sola persona podía decirlo, pero prefirió esperar el próximo caballo. O la próxima oportunidad que la vida y el polo le dieran para pasar de humillado a humillador. Ese era el juego y lo sabía. Ambos lo sabían. Se trataba de una guerra de muchas batallas. Demasiadas como para pensar en esa Estrella que no brillará en su cielo, ni en su palenque.
“Vendido al señor Juan Amador González en 100.000 dólares”. Amador apenas movió la comisura de sus labios. Sus enormes anteojos negros impedían apreciar el rostro transformado en triunfo. Le dio un suave beso a su nueva mujer, otra batalla ganada de su guerra personal, y escuchó la descripción del próximo caballo: “Ahora presentamos un excelente padrillo…”
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